La destrucción se asienta en el seno
mismo de la curiosidad y el conocimiento.
Desde el momento de la infancia, en que
despedazar un juguete no sólo llevaba implícita la pulsión destructiva per
sé, sino que enmascaraba el deseo de ver más allá
de la superficie que recubría el muñeco: ver las entrañas del objeto,
entenderlo en su totalidad, al fin y al cabo. Desmontar lo visible, lo tangible
para poder volver a montarlo por uno mismo sintiendo que has comprendido la
esencia y la lógica de lo que te rodea, lo que está oculto, aquello que no se
puede o debe ver.
Así como el niño que rompe un
caleidoscopio para ver más allá, o el que abre su peluche para ver de qué está
verdaderamente relleno, o el que cortaba y modificaba el pelo de su muñeca como
demostración inequívoca de la capacidad de acción que poseemos ante una, por
ejemplo, estética impuesta.
Siempre fue más excitante destrozar un
puzzle que montarlo; un puzzle destruido puede ser muchos puzzles mientras que
uno montado reduce su existencia a una unidad estática
Y en todo ese deseo la destrucción nos
libera.
Han conseguido cortarnos las alas los que
nos han hecho creer que destruir está mal. Desaprendamos lo aprendido.
Destrocemos la historia tal como nos ha sido contada, remontémosla, como dice
Benjamin, a contrapelo. Recojamos los desechos
que han sido olvidados, las ruinas del tiempo. Recuperemos, por tanto, nuestra
capacidad creativa, de asombro, de curiosidad y de destrucción de la infancia.
Lidia ML.