Vamos a ver: si pretendemos hablar de destrucción
debemos hablar de muerte. La muerte es la mayor de las destrucciones,
especialmente cuando se trata de la propia, aunque ya decía Freud que en el
fondo nadie cree en su propia muerte o, lo que es lo mismo, que en el
inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad.
De cualquier modo, la muerte es una constante en el
arte y en la creación ya que, paradójicamente, es una constante de vida que
cataliza la pulsión creativa. Que se lo digan si no a Jorge Manrique o a Roland
Barthes, quienes deben a sus duelos paterno y materno respectivamente sus obras
más célebres.
La muerte inspira; su vacío, su silencio, la
ausencia, dan espacio a la creatividad, a la emoción desgarradora sin
cortapisas ni condicionantes. Quizás sea porque no exista nada más sublime que
la muerte ¿acaso existe algo más inconmensurable?
Pero sobre todo, la muerte es huella indeleble,
aunque casi inapreciable, como la instalación de vapor de agua de Teresa
Margolles, titulada Vaporización, y hecha a base del agua utilizada para lavar los
cadáveres sin identificar de las morgues de Ciudad de México, o como la polémica
cámara de gas que Santiago Sierra hizo en la sinagoga de Stommeln en Alemania
en memoria tanto del holocausto judío como de todos los holocaustos que hoy en
día se cometen.
Aunque, como también refleja Proyecto Juárez (ahora en Matadero), en estos casos la
muerte es anónima y violenta, no es silenciosa sino silenciada, y ése, es otro
tema aparte.
Lidia ML