miércoles, 28 de septiembre de 2011

todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad


Vamos a ver: si pretendemos hablar de destrucción debemos hablar de muerte. La muerte es la mayor de las destrucciones, especialmente cuando se trata de la propia, aunque ya decía Freud que en el fondo nadie cree en su propia muerte o, lo que es lo mismo, que en el inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad.

De cualquier modo, la muerte es una constante en el arte y en la creación ya que, paradójicamente, es una constante de vida que cataliza la pulsión creativa. Que se lo digan si no a Jorge Manrique o a Roland Barthes, quienes deben a sus duelos paterno y materno respectivamente sus obras más célebres.

La muerte inspira; su vacío, su silencio, la ausencia, dan espacio a la creatividad, a la emoción desgarradora sin cortapisas ni condicionantes. Quizás sea porque no exista nada más sublime que la muerte ¿acaso existe algo más inconmensurable?




Pero sobre todo, la muerte es huella indeleble, aunque casi inapreciable, como la instalación de vapor de agua de Teresa Margolles, titulada Vaporización, y hecha a base del agua utilizada para lavar los cadáveres sin identificar de las morgues de Ciudad de México, o como la polémica cámara de gas que Santiago Sierra hizo en la sinagoga de Stommeln en Alemania en memoria tanto del holocausto judío como de todos los holocaustos que hoy en día se cometen. 





Aunque, como también refleja Proyecto Juárez (ahora en Matadero), en estos casos la muerte es anónima y violenta, no es silenciosa sino silenciada, y ése, es otro tema aparte. 

Lidia ML



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