¿Quién no deseó, aunque fuera en sus sueños más recónditos, ver caer la ciudad? ¿Ser testigo de una destrucción purificadora? ¿Un nuevo diluvio?
Bueno, sí, todos hemos oído mitos, y todos somos conscientes de que asistir a ellos debió ser altamente emocionante.
Ser testigo de excepción de ello, sentirse parte de la historia, no, mejor, cercano a las grandes escrituras de la historia, debe ser toda una experiencia liberadora de adrenalina. Aunque viéndolo desde otro punto de vista, debe acojonar bastante.
Cayeron las murallas de Jericó con gran estruendo.
Algunas películas contemporáneas (V de Vendetta; El club de la Lucha...) han ahondado en esa ilusión de violencia liberadora. Con ellas asistimos al encuentro esquizofrénico con nuestro doble, un alter ego capaz de organizar un enorme atentado contra una realidad ciertamente opresora. Lógicamente terminamos empatizando con él. Se convierte en todo aquello que quisimos ser, reproduce los deseos más ocultos y difíciles de alcanzar.
Llegado ese punto percibimos que la realidad no era más que un escenario. Aún recuerdo esa extraña sensación de maqueta al ver Manhattan desde el cielo.
Para entenderlo sólo debemos recordar el final de El Club de la Lucha.
La filosofía del martillo nietszcheana llevada a su máxima expresión: el azote violento sobre una cultura construida ladrillo a ladrillo.
Por estas fechas se cumple un aniversario, quizás el de la performance más destructiva jamás vivida por el hombre. Cayeron las torres más altas.Y el espectáculo se convirtió en real (murieron miles de personas, se desató una guerra internacional, se intensificó el acoso de la seguridad en todos los ámbitos...); y, no obstante, lejano, observado como la consecución de los mejores efectos especiales cinematográficos. Había que frotarse los ojos para creer que esas imágenes eran ciertas y no únicamente eso, imágenes. En un mundo dominado por símbolos y marcas se produjo la mayor acción directa "NO-LOGO" sobre el skyline del mundo capitalista.
Y todos, de algúna manera, echamos a temblar, de esa paradójica manera en que se disfruta de la destrucción. Con ese sentimiento infantil, mezcla de miedo y admiración, ante la belleza de una tormenta. Con la sonrisa (o el llanto) nerviosa del que acude a un espectáculo atroz, pero bello.
No sé que pensaría Marinetti de todo esto.
Luis D Rivero
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